Después de dirigir Pietà, ganadora del León de Oro en Festival de Cine de Venecia del 2012, el coreano Kim Ki-duk ha realizado la película más polémica de su extensa trayectoria como director de cine. Una obra que fue inicialmente restringida en Corea del sur, propiciando que su director se viese obligado a recortar alguna escena para poder ser estrenada en las salas convencionales. La junta que se encarga de estos asuntos en su país consideró, de un modo vergonzante, que la actividad sexual que mantienen los miembros de la familia protagonista la convierte en una obra inadecuada para los jóvenes por su elevado contenido violento, inmoral y antisocial. La cinta sigue los caminos oscuros explorados en Pietà respecto al tema tabú del incesto, con la diferencia de que en su anterior trabajo tenía la coartada moralista de un giro de guión que la hacía digerible para las mentes más sensibles a la presencia del sexo familiar, aunque viniese a través de una situación mucho más lamentable, como es la de una violación.
Moebius posee uno de los arranques más acelerados y demoledores que se recuerdan en una pantalla de cine. Nada más empezar presenciamos una patética pelea en el suelo entre el marido y la mujer de una familia acomodada coreana ante la indiferencia del tercer miembro de la familia, su hijo adolescente. La esposa parece mentalmente inestable después de ver cumplidos los temores que habían propiciado la disputa inicial, al descubrir horas después en un coche a su marido con una tendera dándose el lote, y ver a su hijo espiándolos. Al llegar la noche, ya en su hogar, se introduce en la habitación armada con un cuchillo con la funesta intención de vengarse de su marido amputándole el pene mientras duerme, pero éste consigue reaccionar y salir indemne. La mujer decide volcar toda su frustración con su hijo, a quien había visto minutos antes masturbándose, posiblemente con la imagen mental de la tendera, y acaba consumando la anhelada castración, que culmina con el pene sacrificado de su hijo en su boca para que no pueda ser recuperado. Todo esto, que para muchos directores podría suponer el argumento de una película si tuviesen el arrojo de llevarla a cabo, sucede en los primeros nueve minutos, mientras que el resto de la película se centra en indagar las repercusiones de tan descerebrada acción en el seno de la familia.
Ki-duk incide en sus habituales conceptos cristianos como el perdón, la culpa y la redención, mezclados con comportamientos irreverentes que harían que Sigmund Freud se frotase las manos, y alegorías circulares budistas, como anuncia su título, que hace referencia a una banda o cinta circular con una sola cara y un solo borde. El repertorio de Moebius está plagado de todo tipo de perversiones retorcidas y situaciones relacionadas con el aparato sexual masculino: castraciones, violaciones con y sin pene, búsquedas desesperadas de innovadores avances en el trasplante del órgano copulador masculino, luchas encarnizadas en el suelo para recuperar un pene amputado con el fin de recuperarlo mediante cirugía, y la parte más irreverente que sustenta mayoritariamente la cinta, las auto-mutilaciones con piedras y cuchillos para obtener placer a través del dolor y así sustituir la ausencia del miembro viril. Ki-duk utiliza en primera instancia esta fabula moral y sexual con tintes de tragedia griega para hablarnos de la decadencia de la sociedad contemporánea, y muy especialmente del desmembramiento de la estructura familiar. Seremos testigos de un auténtico descenso a los infiernos del núcleo familiar por culpa de una decisión descerebrada, la de la castración provocada por el adulterio, que alterará por completo su existencia. Posteriormente, el director coreano pone toda la carne en el asador en incidir en las alternativas que ha de buscar una persona que pierde su miembro viril en su búsqueda quimérica de placer sexual. El joven se encuentra en esa etapa de la vida en la que el pene lo mueve prácticamente todo, y de repente se encuentra sin él y ha de combatir no solo con ese trauma, sino con el cachondeo generalizado que provoca su nuevo estatus sexual entre sus compañeros de escuela.
Pese al desconcierto y estupor generados por un arranque tan devastador que transita al margen de la cordura y de lo políticamente correcto, el director coreano construye una historia intensa con convicción y consistencia, aunque eso no sea óbice para que dé rienda suelta a su versión más oscura y grotesca. No obstante, Ki-duk es consciente de lo pasado de vueltas que resulta su artífico argumental y atenúa las situaciones dotando a la película de un aire cómico muy siniestro que no había tenido lugar de manera tan desaforada en su filmografía, salvo en pequeñas dosis aisladas, pero que aquí funciona de maravilla. El coreano bordea peligrosamente el ridículo en algunas fases, pero tiene el don de salir indemne con una obra valiente que toca temas tabúes que parecen vetados en el cine. Los planteamientos del director coreano siempre se han caracterizado por un elevado grado de inverosimilitud que no suele afectar a la potente conexión emocional que se establece con sus perturbados personajes. Sin embargo, en Moebius toca techo en la presentación de una historia improbable, pero que supone el marco perfecto para mostrar la decadencia moral de la familia retratada. El mensaje de la cinta es tan devastador que se le perdona alguna incongruencia del guión, marca de la casa, como el hecho de que unos acusados de violación abandonen la prisión al poco tiempo de ser encerrados, o vayan apareciendo un reguero de castrados en el hospital sin que la policía tome cartas en el asunto.
La narración está dominada por los impulsos pasionales y emocionales de sus personajes, caracterizados como viene siendo habitual en el autor de Hierro 3 por ser seres traumatizados acometiendo acciones que se escapan a la lógica, guiados absolutamente por los instintos más primarios del ser humano. En Moebius no hay lugar para medias tintas. Los personajes solo se relacionan para demostrar afecto u odio en un apasionante festival de gemidos y lamentaciones en el cual la palabra no tiene cabida. Todos estos aspectos remiten inevitablemente a los pasajes más salvajes de La isla, su hipnótica y silenciosa historia de amor sado-masoquista en la que los anzuelos hacían auténticos estragos en un idílico entorno de casas flotantes para pescadores. Mantener una película con la ausencia absoluta de diálogos se antoja complicado, pero el director coreano vuelve a demostrar su portentoso expresionismo narrativo. Sus deprimidos protagonistas en La isla, Hierro 3, o El Arco apenas articulaban palabra a modo de rechazo por la vida que les había tocado sufrir, pero ese silencioso proceder contrastaba con la elocuencia verbal de los secundarios, que hablaban por los codos. Aquí, por el contrario, tal y como hizo en Amén, su obra más cuestionada por la crítica, se despoja plenamente de la palabra, que solo es utilizada en forma de texto en los momentos en los que el padre de familia lee en internet para informarse si hay alguna opción para su hijo de recuperar lo perdido. Ki-duk logra que no echemos de menos las voces, aunque hay situaciones que se antojan fuera de lugar, como el hecho de que en la comisaría de policía no haya intercambio verbal con las fuerzas de seguridad en una acusación de violación con varios implicados.
La última criatura fílmica de Ki-duk está voluntariamente descuidada en el plano formal, con un aspecto casi tan amateur como en Amén, pero con la gran diferencia de que aquí, afortunadamente, se ha dignado a editar el audio y su visionado resulta mucho menos crispante que en su película vacacional. Cuesta acostumbrarse de inicio a sus movimientos de cámara abruptos y nerviosos, así como al uso de zooms alocados al más puro estilo Hong Sang-soo, filmados con una cámara digital bastante modesta que muestra una iluminación exagerada cuando es de día y una luz artificial que brilla por su ausencia en las escenas más oscuras. Personalmente, hubiese preferido que hubiese seguido la senda estética de sus trabajos con un estilo más cinematográfico, pero ese notorio aspecto austero no desentona en absoluto con el auténtico protagonista, el cariz sórdido de la narración.
En el plano interpretativo, Ki-duk vuelve a contar con Jo Jae-hyeon, actor fetiche en sus comienzos, protagonista de Bad Guy y Crocodile, y con un papel importante en Domicilio Desconocido, uno de los filmes más consistentes del autor coreano. Su actuación encarna a la perfección el sentimiento de culpa de su personaje respecto a la tragedia personal de su hijo. La actriz Lee Eun-woo interpreta a la madre y a la tendera de un modo tan sorprendente que no me percaté hasta ver los créditos finales que se trataba de la misma actriz, aunque sus voluptuosos senos resultan bastante sospechosos, especialmente teniendo en cuenta que las mujeres asiáticas no acostumbran a tener esas dimensiones descomunales. El joven Seo Young-ju no desentona en absoluto en su primera actuación para el cine y consigue llevar buena parte del peso de la silenciosa narración con solvencia.
Queda claro que el peculiar director coreano no se encuentra, psicológicamente hablando, en uno de sus mejores momentos, como ya dejó entrever en aquel curioso y «ombliguista» documental titulado Arirang. Sin embargo, tras tocar fondo con la posterior Amén, da la sensación de que su lenguaje cinematográfico ha vuelto a encontrar el equilibrio perdido en los últimos tiempos optando por la vía más transgresora y rehuyendo absolutamente del lirismo que tanto le caracterizó en su etapa más reconocida en los festivales. Pietà dejó claras muestras de recuperación del Ki-duk más repudiado, que curiosamente es el que más me atrae, pero con su última película ha dado el paso definitivo para recuperar el trono de «enfant terrible» del cine coreano con una obra tan imperfecta como contundente, que probablemente provocará el rechazo mayoritario del público más conservador que acuda atónito a su apoteósico arranque y su incendiario desarrollo, dignos del Sion Sono más desbocado.
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